-Mamá, algún día escribiré así.
El penacho de blanco humo, el
estruendo comparado a menudo con un lejano redoble de timbales: obertura. Acto
seguido principia el colosal espectáculo, el penacho enrojece, se hincha, se
encumbra, un árbol de ceniza que trepa más y más alto, hasta aplanarse bajo el
peso de la estratosfera (si hay suerte, veremos trazos de esquís que en naranja
y rojo inician el descenso por la pendiente): horas, días de esto. Luego,
calando, amaina. Pero, de cerca, el miedo revuelve las tripas. Este ruido, este
ruido amordazante, es algo que nunca imaginarías, que no puedes aceptar. Un
diluvio constante de sonido graneado, titánicamente tempestuoso, cuyo volumen
parece aumentar siempre a pesar de que no puede ser más ruidoso de lo que es;
un rugir del vómito, amplio como el cielo, que inunda el oído y que extrae el
tuétano de tus huesos y te vuelca el alma. En un pueblo al pie de la montaña
—podemos aventurarnos hasta allí— lo que parecía de lejos un chorro torrencial
es un campo deslizante de cieno viscoso, rojo y negro, que empuja paredes que
por un momento permanecen en pie, luego caen con un tembloroso y sorbedor plaf
en el seno de su henchida frente; que atrae, inhala, devora, desliga los
átomos de casas, coches, carros, árboles, uno por uno. Pues esto es lo
inexorable.
Después del recorrido por la parte alta del
costado del cono, nos paramos en el labio del cráter (sí, labio) y miramos
abajo, a la espera de que el ardiente corazón interior se ponga a retozar (...) Comienza ya. Oímos un
gorgoteo de bajo profundo, la corteza de escoria gris empieza a brillar. El
gigante está a punto de exhalar. Y el hedor sofocante del sulfuro es
insoportable, o casi. La lava se amalgama pero no rebosa. Leñas y cenizas
ígneas se ciernen a escasa altura. El peligro, cuando no es demasiado
peligroso, fascina.
El amante del volcán
Susan Sontag
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